Mentir,
engañar, ocultar, simular, en definitiva, manifestar lo contrario de lo que se
piensa, cree, opina o se sabe, es algo inherente al ser humano. Que levante la
mano el que no lo haya hecho nunca.
En
los niños (como en los adultos) esto
puede ser un hecho puntual, algo más frecuente o incluso una costumbre.
En
las primeras etapas de la infancia los niños alteran o inventan la realidad
simplemente como una manera de ejercitar su imaginación desbordante. Pero con
el paso del tiempo y con la práctica, la mentira y la ocultación van
adquiriendo una utilidad. Bien, como respuesta a una educación excesivamente
exigente o autoritaria de los padres o como medio para evitar alguna
consecuencia desagradable, un castigo o una situación vergonzosa.
Los
niños pueden mentir por su deseo de no contradecir o enfadar a sus padres, por
miedo a perder su aprobación, para evitar un enfrentamiento o recibir un
rechazo, un castigo o una circunstancia que pueda resultarle desagradable.
Otras
veces pueden pretender obtener algún beneficio o provecho, captar la atención y
el cariño de sus padres, recibir algún favor, cuidados o algún trato especial o
privilegio.
En
cualquier caso, cuando el niño consigue lo que pretendía, es más probable que
continúe mintiendo cuando se encuentre en situaciones parecidas, porqué le
sirve.
Para
prevenir en lo posible estas situaciones
y poder intervenir cuando sea necesario, los padres han de procurar un ambiente
adecuado, creando un clima de mutua confianza, de diálogo, sensibilidad y
respeto, sin exagerar los requerimientos, sin intimidaciones ni amenazas, que permita
reducir la necesidad del niño de recurrir a la mentira.
Lo
más importante es procurar que el niño no obtenga ningún beneficio mintiendo,
en ningún caso. Que no consiga beneficio alguno y que tampoco pueda eludir las
consecuencias negativas de su comportamiento.
Castigar
al niño que miente es una estrategia poco eficaz, que puede producir incluso el
efecto contrario al que se pretende, empujando al niño a perfeccionar sus técnicas
de engaño y ocultamiento.
Hay
que permitir y favorecer que el niño admita que ha mentido y hay que
reconocerlo y valorarlo positivamente cuando esto acurra. Hay que manifestarle
abiertamente nuestras expectativas respecto a su sinceridad, a que diga la
verdad y hacerle saber que mentir deteriora la confianza, para que conozca el
valor de la verdad, de dar la cara y de enfrentar la realidad.
Tratando
sus errores y fracasos como experiencias de aprendizaje y no como algo punible,
aprenderá que afrontar la realidad, aunque las consecuencias puedan ser
desfavorables, es mejor que escaquearse y verse obligado a mentir.
Además
de todo, los niños tienen que encontrar en sus padres un ejemplo y un modelo de sinceridad. Algunas veces los niños mienten simplemente por imitación del
comportamiento que observan en los adultos. Observan cómo los adultos se
mienten entre ellos, o le engañan a él, por ejemplo cuando sus padres incumplen
alguna promesa o incluso, en el peor de los casos, son los padres quienes
enseñan e incitan a los niños a engañar y a mentir. “tú no le digas nada de
esto a papá o a mamá”.
No
tiene mucho sentido justificar las mentiras de los adultos y luego esperar que
los niños se comporten de otro modo.
Psicóloga General Sanitaria
Orientadora Familiar