Hoy
parto de la base de que para educar es necesario establecer unas normas que
reflejan los valores familiares, aquello que los padres, de manera consciente,
desean enseñar a sus hijos.
Una
vez que tenemos claro cómo queremos formar a nuestros hijos y hemos establecido
nuestras normas, se plantea el
dilema de cuál es la mejor manera para
conseguir que éstas se cumplan y qué pasa si no se cumplen.
En
este proceso es necesario ser realistas,
no esperar la perfección, ni exigir lo imposible y tener en cuenta que muchas
veces tendremos que modificar de alguna manera las condiciones del entorno,
para lograr que los comportamientos que deseamos sean posibles.
Pero,
teniendo en cuenta lo anterior ¿cómo
podemos hacer respetar los límites que hemos establecido, con firmeza y sin
dañar la identidad, ni la integridad del niño?
Para
esto hay dos opciones. La primera, sería dejar que las “consecuencias naturales” de sus propios actos le enseñen al niño
que trasgredir las normas tiene un coste
que hay que asumir, por ejemplo si golpea su juguete favorito en una
rabieta y lo rompe, se queda sin su juguete favorito.
Hacer
esto no siempre es posible, especialmente, cuando dejarle experimentar las
consecuencias de trasgredir una norma le pone en peligro a él o a otros (a
ningún padre en su sano juicio se le ocurriría dejar que su hijo cruzara un
semáforo en rojo para experimentar las consecuencias), o cuando trasgredir las
normas no tiene ningún tipo de consecuencia negativa para él, más bien es
divertido o sale ganando de alguna manera (como apropiarse de algo que no es
suyo intentando que nadie se dé cuenta).
La
segunda opción para estos casos, consiste en medidas disciplinarias o sanciones
que deciden aplicar los padres cuando los niños hacen lo que no les está
permitido. No se trata de reprimir o dañar de ninguna manera al niño, sino de
nuevo de enfrentarle a las consecuencias de sus actos, consecuencias que en este caso hemos decidido nosotros.
Para
que estas medidas sean eficaces debemos tener en cuenta que si dejamos pasar
demasiado tiempo entre la trasgresión y su resultado el niño no entenderá la
relación entre ambas cosas, las consecuencias tienen que ser lo más inmediatas posibles.
Una
vez impuesta la sanción no hay necesidad de seguir recordándole al niño lo que
ha hecho mal, mejor hacer “borrón y cuenta nueva” y darle la oportunidad de hacer las cosas bien por si mismo.
Predicar
con el ejemplo y cumplir nuestras
propias normas, no se puede enseñar a no gritar gritando.
Las
consecuencias que decidamos aplicar deben tener una relación lógica con el comportamiento que las han provocado, “como
le has roto la muñeca a tu hermana tienes que darle la tuya”, en ningún caso se
trata de agredir ni de descalificar al niño, sino de que aprenda a hacer las
cosas de otra manera.
Para
que los niños vayan aprendiendo la lógica y los valores que hay detrás de cada
una de las normas, es importante que las consecuencias se apliquen de manera
consistente en todas las circunstancias y que su aplicación no dependa del
humor o del cansancio de los padres en ese momento, por eso cuando un conflicto
ha provocado mucho enfado en el niño o en nosotros es útil separarnos o
aislarnos un momento de los demás (o separar al niño), para tener el tiempo y
el espacio necesarios para calmarnos todos y reflexionar sobre cuál es la mejor
manera de resolver la situación y que el niño acepte sus consecuencias.
Además
los niños crecen y nuestras circunstancias cambian y tendremos que estar
atentos a reconocer los cambios en nuestros hijos y en sus necesidades, para
poder ir ajustando las exigencias a cada momento y etapa sin, por ello,
renunciar a nuestros valores.
Cristina Enseñat Forteza-Rey
Psicóloga General Sanitaria
Orientadora Familiar
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