En
las parejas, después de los primeros momentos de atracción física, van tomando
forma el cariño y el amor. Y en todas ellas es natural y conveniente que haya
diferencias que se puedan resolver de manera satisfactoria para ambos,
dialogando y negociando y que contribuirán a construir los cimientos de la
relación.
Pero
con el paso del tiempo, el amor y la
relación van evolucionando y eso no significa que la relación esté terminada.
Sin embargo cuando se terminan el cariño, el respeto, la complicidad en
aspectos básicos de la vida, la capacidad de reírse y disfrutar juntos, de
compartir ilusiones…, cuando todos los
días son grises, entonces lo mejor es poner punto final a algo que, de hecho, ya
está terminado.
En
los momentos de dudas, cuando las diferencias se hacen insalvables de manera
más evidente, el miedo puede
paralizarnos y puede ser incluso que se pierda la noción de la realidad o de lo
que más nos conviene hacer.
Por
un lado aparece el miedo a perder
aquella persona que creímos que merecía la pena y en la que hemos estado
invirtiendo tiempo, esfuerzo y muchas ilusiones y a la que no queremos
renunciar. Por otro lado en miedo a
seguir adelante con una situación en la que estamos profundamente
insatisfechos, en la que ya no tenemos más recursos para afrontar las
dificultades y en la que muy probablemente no volveremos a ser felices.
Seguir
adelante con una relación de pareja que está terminada es seguramente uno de
los errores más dolorosos que se pueden cometer. El trance más difícil surge
cuando se empiezan a detectar señales y comportamientos que nos indican que la
pareja está rota y a pesar de ello se persevera y se intenta justificar lo
injustificable.
¿Cuándo
ya no vale la pena continuar con una relación que poco tiene que ver con el
amor?
Si
corre peligro la integridad física propia o de los hijos.
Si
uno, o los dos miembros de la pareja ha perdido el respeto por la otra persona.
Si
se detecta una incoherencia permanente entre lo uno dice y lo que hace en
aspectos esenciales de la vida.
Siempre
que uno disfrute con la humillación del otro.
Si
se siente pena por uno/a mismos, y/o por los hijos que se tienen en común.
Si
la ilusión se ha convertido en desesperanza y sólo se siente dolor al imaginar
el futuro en común.
Si
uno se siente preso en la relación, y siente deseos de que la otra persona
desaparezca de su vida.
Si
se ha hecho imposible alcanzar acuerdos en las áreas básicas de la convivencia
o de la educación de los hijos y las diferencias en aspectos cruciales sobre
cómo enfocar la vida son insalvables.
Cuando
no se saben admitir los propios errores, ni pedir disculpas, ni tampoco hay
interés por cambiar los comportamientos que se sabe que están dañando a la
relación.
Si
uno de los dos impone sistemáticamente su criterio, sin escuchar ni interesarse
por las preferencias del otro, mediante chantajes, amenazar o manipulación.
En
todas estas situaciones en mejor terminar con una relación que ya no tiene nada
que ver con el amor. Si ya no hay amor, ya no hay relación.
Cristina Enseñat Forteza-Rey
Psicóloga General sanitaria
Orientadora Familiar
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