Llega
un momento en la vida de toda pareja, de toda persona, en que se plantea esta
cuestión.
Tener
hijos es algo precioso y a la vez complicado, que implica acompañar, educar y
entregarles a ellos, lo mejor de nosotros mismos.
Hasta
hace algunas décadas, el proyecto de vida de una pareja se basaba en casarse,
tener hijos y educarlos. Hasta ese momento no había muchas opciones para el
control de la natalidad. Socialmente, ser una mujer realizaba se asociaba
necesariamente con la maternidad y tener
hijos con un medio para alcanzar la felicidad.
A
partir de los años 60, la posibilidad de controlar la natalidad convirtió la
maternidad/paternida en una opción, en una elección que en muchos casos se toma
en función de las ganas, de un proyecto personal y/o de la conveniencia para la
mujer o para la pareja.
Tener hijos ha dejado de ser algo obligado por los
dictados de la naturaleza y la tradición.
Ahora,
cada vez son más las parejas que deciden, consciente y voluntariamente aplazar la
maternida/paternidad, orientar su vida hacia otros proyectos, incluso no tener
hijos.
Adoptan
un modelo de vida en común, sin hijos, igualmente satisfactorio. Son parejas en
las que no está implícito el deseo de procrear y cuya realización no pasa por formar
una familia tradicional y deciden que el núcleo familiar se limite sólo a dos,
pudiendo disfrutar de una mejor situación económica, desarrollo profesional y más
tiempo disponible para la pareja.
En
el otro extremo, nos encontramos con personas que, habiendo tenido hijos, dudan
de si fue una buena decisión. Ante una crisis de pareja o un divorcio, o si no
lograron desarrollarse profesionalmente o en algún otro aspecto, cuando sus
hijos son mayores se preguntan si esto era lo que querían haber hecho con su
vida.
Entonces
¿estamos hablando de comodidad, de egoísmo o de responsabilidad y consciencia?
Ser padres es para toda la vida.
Cuando
la decisión de tener o no tener hijos ya no depende de criterios biológicos,
religiosos o sociales, se hace necesario reflexionar y sopesar opciones. Ahora
va a depender de dos preguntas: ¿quiero?
y sobre todo ¿puedo?
Los motivos que pueden llevar a las personas a renunciar
a tener hijos son de todo tipo: buscar el
desarrollo profesional y personal; por miedo a afrontar la responsabilidad que conlleva educar a una persona; por motivos económicos (el coste de tener un
hijo es cada vez más elevado); por la incertidumbre del futuro; por no tener
una pareja estable; incluso por temor a repetir en sus hijos las malas
experiencias de la propia infancia; o no sentirse capaces de ser “buenos
padres”.
Tanto
por cuestiones prácticas - normalmente se necesitan dos sueldos para mantener
una casa, con las consecuentes dificultades para conciliar vida laboral y
familiar-, como por razones culturales -ya nadie duda que tanto el hombre como
la mujer tengan el mismo derecho a desarrollarse intelectual y profesionalmente-.
Y pensando en poder garantizarles a los
hijos un mínimo de seguridad y bienestar afectivo, emocional y económico, la
decisión de tener hijos es tan importante que hay que tomarla con la mayor
reflexión y asumiendo las consecuencias.
Es
necesario plantearse para qué
queremos ser padres, si seremos capaces de amar a los hijos incondicionalmente,
qué esperamos de esos hijos, cuáles son nuestras prioridades, a qué estamos
dispuestos a renunciar y que estamos dispuestos a cambiar y también, como no, si
tenemos la capacidad económica necesaria para asumir esta responsabilidad.
Cristina Enseñat Forteza-Rey
Psicóloga General Sanitaria
Orientadora Familiar
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