miércoles, 25 de enero de 2017

Disciplinar sin dañar



Hoy parto de la base de que para educar es necesario establecer unas normas que reflejan los valores familiares, aquello que los padres, de manera consciente, desean enseñar a sus hijos.

Una vez que tenemos claro cómo queremos formar a nuestros hijos y hemos establecido nuestras normas, se plantea el dilema de cuál es la mejor manera para conseguir que éstas se cumplan y qué pasa si no se cumplen.

En este proceso es necesario ser realistas, no esperar la perfección, ni exigir lo imposible y tener en cuenta que muchas veces tendremos que modificar de alguna manera las condiciones del entorno, para lograr que los comportamientos que deseamos sean posibles.

Pero, teniendo en cuenta lo anterior ¿cómo podemos hacer respetar los límites que hemos establecido, con firmeza y sin dañar la identidad, ni la integridad del niño?
Para esto hay dos opciones. La primera, sería dejar que las “consecuencias naturales” de sus propios actos le enseñen al niño que trasgredir las normas tiene un coste que hay que asumir, por ejemplo si golpea su juguete favorito en una rabieta y lo rompe, se queda sin su juguete favorito.

Hacer esto no siempre es posible, especialmente, cuando dejarle experimentar las consecuencias de trasgredir una norma le pone en peligro a él o a otros (a ningún padre en su sano juicio se le ocurriría dejar que su hijo cruzara un semáforo en rojo para experimentar las consecuencias), o cuando trasgredir las normas no tiene ningún tipo de consecuencia negativa para él, más bien es divertido o sale ganando de alguna manera (como apropiarse de algo que no es suyo intentando que nadie se dé cuenta).

La segunda opción para estos casos, consiste en medidas disciplinarias o sanciones que deciden aplicar los padres cuando los niños hacen lo que no les está permitido. No se trata de reprimir o dañar de ninguna manera al niño, sino de nuevo de enfrentarle a las consecuencias de sus actos, consecuencias que en este caso hemos decidido nosotros.

Para que estas medidas sean eficaces debemos tener en cuenta que si dejamos pasar demasiado tiempo entre la trasgresión y su resultado el niño no entenderá la relación entre ambas cosas, las consecuencias tienen que ser lo más inmediatas posibles. 

Una vez impuesta la sanción no hay necesidad de seguir recordándole al niño lo que ha hecho mal, mejor hacer “borrón y cuenta nueva” y darle la oportunidad de hacer las cosas bien por si mismo.

Predicar con el ejemplo y cumplir nuestras propias normas, no se puede enseñar a no gritar gritando.

Las consecuencias que decidamos aplicar deben tener una relación lógica con el comportamiento que las han provocado, “como le has roto la muñeca a tu hermana tienes que darle la tuya”, en ningún caso se trata de agredir ni de descalificar al niño, sino de que aprenda a hacer las cosas de otra manera.

Para que los niños vayan aprendiendo la lógica y los valores que hay detrás de cada una de las normas, es importante que las consecuencias se apliquen de manera consistente en todas las circunstancias y que su aplicación no dependa del humor o del cansancio de los padres en ese momento, por eso cuando un conflicto ha provocado mucho enfado en el niño o en nosotros es útil separarnos o aislarnos un momento de los demás (o separar al niño), para tener el tiempo y el espacio necesarios para calmarnos todos y reflexionar sobre cuál es la mejor manera de resolver la situación y que el niño acepte sus consecuencias.

Además los niños crecen y nuestras circunstancias cambian y tendremos que estar atentos a reconocer los cambios en nuestros hijos y en sus necesidades, para poder ir ajustando las exigencias a cada momento y etapa sin, por ello, renunciar a nuestros valores.










 Cristina Enseñat Forteza-Rey 
Psicóloga General Sanitaria
Orientadora Familiar




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domingo, 15 de enero de 2017

Educar con congruencia



Cada uno de nosotros, como padres, enfrentamos la tarea de educar, como un medio para transmitir a los hijos los valores de cada una de nuestras familias (los que hemos heredado y los que hemos elegido conscientemente) a partir de nuestra situación, de nuestras condiciones de vida, de nuestra historia y de nuestro proyecto de vida.

Para educar no hay recetas. En la familia se educa cuando lo planeamos conscientemente y también cuando no nos lo proponemos, a través de nuestras actitudes, respuestas, maneras de sentir y de actuar. Los niños aprenden de lo que decimos y también de lo que no decimos.

Y de la misma manera que trasmitimos valores y principios que les serán útiles toda la vida, también sembramos prejuicios y actitudes difíciles de superar.

Educar exige una continua reflexión acerca de nuestros actos y de sus consecuencias y estar abiertos a la autocrítica. 

Para lograr que nuestros hijos se desarrollen como personas íntegras, con criterio propio y capaces de conducirse a si mismas, la coherencia entre nuestras palabras y acciones es la clave. Cuando lo que decimos se apoya en lo que hacemos, los niños aprenden a tomar en serio nuestras palabras. Pero para esto es necesario que estemos seguros de lo que queremos trasmitir, de lo que pensamos y cómo nos sentimos.

Los niños perciben claramente cuando un “No” significa “puede ser” o “más tarde quizás”, y el niño aprende que se puede decir una cosa y hacer otra, que nuestra palabra no tiene valor.

Para que los niños realmente puedan aprender de y con nosotros, tenemos que estar seguros de que nos atienden y nos entienden y para esto los mensajes que reciban de nosotros deberán ser precisos y congruentes.











Cristina Enseñat Forteza-Rey 
Psicóloga General Sanitaria
Orientadora Familiar 




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